Un poeta muerto
no escribe más.
¿No escribe más? Pregunté.
Un poeta muerto no escribe más. No.
Pero hace unos días,
estaba vivo,
y tampoco escribía.
Sí, pero ahora
está muerto.
Bien muerto.
Y no escribió más.
Pero cuando escribía,
nadie lo leía.
Y sí, pero luego
ya se murió.
Y ahora,
no escribió más.
Pero si se lo ha visto
en la fiesta,
tomándose un scotch.
Pero un poeta muerto,
muerto está.
Hace un año
había un rumor
de que quería trepar
a pepe, su editor.
Y que un traductor,
lo maltrató.
Y que la madre,
que no había
ni comprado
su último ejemplar,
hizo una broma
que nadie entendió,
cuando él
se lo regaló.
Pero un poeta muerto
no escribió
más.
No.
Te acordás
las campanas
de la iglesia
recordando
la reproducción
de alguna historia…
La historia es siempre
la misma historia.
Y un poeta muerto
no escribió más.
Había memes
del poeta
muriendo.
Había coronas
de espinas
y un ventanal.
Había muertos bailando.
Muertos robando.
Muertos cantando.
Pero no estaba
el poeta
escribiendo,
esa vez,
no.
Y de todas las muertes
la suya fue
la más
esperada
del mundo,
y sin embargo,
ya no escribió más. No.
De ese cuerpo
salieron palabras
que todo el barrio
alguna vez usó,
pero que nunca
nadie
escribió.
Y pasar palabras al papel,
es de alguna manera,
hacerlas fallecer:
impregnarlas
en una tumba de nieve
para que otros
al leerlas
recuerden algo que alguien escribió
en un tiempo presente
que desapareció.
Y ahora que el poeta murió
después de velar sus palabras
hay toda una vida
entre reglones
que llora como
un cachorro ciego
cerca de la perra
que lo parió.
Esa
perra
vida.
Y tu osadía
en preguntar
qué poeta fue el que murió…
Murió un poeta.
Mueren todos los días.
Poetas.
Y los entierran.
Todos los días.
Entierran a poetas.
Y al lado de las tumbas,
las tumbas impresas
de sus palabras,
en las paredes,
en las que uno mete
sus cajones cosidos,
papel mate o brillante,
diseños sobrios o
extravangantes –
cementerios caseros
con rectángulos…
Están esas perras
que siguen pariendo
más palabras.
Incluso después de muertas.
Y encima hacen revoluciones
Y nos desordenan el barrio
Y el país
Y los Estados y naciones desunidas.
Y nos cambian incluso
las palabras que dábamos por
olvidadas
en nuestras
casas.
Así deforman nuestros rostros.
Nuestras parejas.
Nuestras vidas.
Y ese poeta muerto,
no escribió más. No.
Una lástima.
Una pena.
Parecía buena gente.
Parecía deprimido.
Parecía que le daba al vino.
Pero en realidad
a nadie le importaba
quién era. Porque un poeta muerto
¿Para qué escribía tanto?
Se hubiera dedicado
a otra cosa.
Un trabajo digno.
Un trabajo bien pago.
Un trabajo que deje
las cosas
como
estaban.